Efraín Barquero: la redención estática

Una de las primeras corrientes críticas del fenómeno de la alienación se remonta a los siglos XVIII y XIX, periodo en que la experiencia de la modernidad capitalista se percibe abiertamente paradójica y ambigua. Surge entonces una concepción de la situación moderna como una condición escindida:

“el hombre lleva una doble vida no sólo en la consciencia, sino también en la realidad, en la vida: una vida celeste y otra terrenal, la vida en la comunidad política, en la cual se le considera ser genérico, y la vida en la sociedad burguesa, en la cual actúa como hombre privado, considera medios a los demás hombres, se rebaja él mismo a la condición de medio y de pelota de fuerzas ajenas” (Marx, Crítica a la filosofía del Estado de Hegel)).

Esta caracterización de la situación moderna abrirá un nuevo campo al pensamiento social y a la producción artística –como también se comprueba en el romanticismo y la filosofía clásica alemana– donde éste se piensa y expresa en clave trágica –es decir, con arreglo al conflicto dramático– como única vía de comprensión teorética de esta situación escindida del sujeto moderno, de creciente extrañamiento del ser social respecto a sus condiciones y medios de existencia.

La poética de Barquero, al contrario, prescinde completamente de esta sensibilidad trágica. Su enfoque es más bien subsidiario de la línea que recorre el pensamiento moderno de Rousseau a Feuerbach. En efecto, para Barquero como para Rousseau, “la civilización corrompe a los hombres […] El haber vuelto la espalda a la naturaleza conduce a la decadencia del género humano. El hombre se convierte en esclavo de las instituciones que ha creado”, como señala Schaff. De este modo, el hablante poético de “Así es mi compañera” rechaza deliberadamente cualquier coordenada social para la caracterización de su objeto. Cuando declara haberla “tomado de entre los rostros pobres / con su pureza de madera sin pintar” (1971: 28), está en realidad abstrayendo su condición social y realzando su condición humana-natural. Si no pregunta “por sus padres”, averigua “donde vive” o sabe “cuál es su nombre”, es precisamente para borrar de ella el peso desintegrador de la vida social. Entonces, se explica que su juventud, salud y belleza, procedan de su estado natural, que sean atributos dispuestos por la naturalez y no determinaciones sociales. La solidaridad ideológica de Barquero con este naturalismo humanista conduce en su poética, por un lado, al silenciamiento de la alienación como escisión de la consciencia individual –y aquí hay un notorio contraste con la poética de Lihn–, y por otro lado, a una proyección de esta escisión a la experiencia del mundo natural. Por ello, los problemas relativos a la unicidad lesionada del mundo social, el curso fracturado del devenir histórico o el desarraigo de la existencia humana, son relevados por Barquero al terreno simbólico de la presencia-ausencia de la materia, a la experiencia “productiva” de la naturaleza y, finalmente, a la corrobación –en el trabajo– de su trascendental autodinamismo.

Por eso, a este sujeto que vuelve la cara a la alienación y se inhibe de experimentar subjetivamente el mundo social, se plantea el problema de la relación entre el ser humano particular y el ser genérico. Pues, si algo no puede silenciar, es la evidencia de la individuación de los sujetos en sociedad, la existencia fragmentaria del cuerpo social. Su indagación responde, por lo tanto, al siguiente cuestionamiento: ¿qué aspecto del ser humano individualmente considerado, que no sea un rasgo exterior, socialmente adquirido, puede permitir el acceso a su verdadera condición genérica, al proceso de objetivación que se realiza –inexorablemente– en el territorio de la materia y la naturaleza, a espaldas del extrañamiento y la alienación? Ella “es como las demás muchachas”, continúa el poeta, “que se miran con apuro en el espejo trizado de la aurora / antes de ir a sus faenas” (1971: 28). La pertenencia al ser genérico queda establecida por la regularidad de una forma específica de praxis humana: el trabajo. Y así, viendo el revés de la alienación, nos acercamos al proceso de objetivación del sujeto social en la naturaleza. No importan los valores sociales –relativos a los patrones estéticos, éticos o morales de un género– sino la actividad que posibilita el metabolismo entre la humanidad y la naturaleza. El ser social genérico –en sí fragmentado, disperso, “socializado”– sólo se objetiva en la realidad y convierte la naturaleza en su propio mundo, por medio del trabajo.

La certeza de la laboriosidad –“yo no sé / pero sé que es laboriosa”– no sólo confirma esta condición ontológica del trabajo en el mundo representado, sino que nos revela otro aspecto de la poética de Barquero. Éste no es un trabajo concreto, específico –no es concretamente servil, artesanal o asalariado– sino inmediatamente genérico. Por ello, en su poesía desaparecen los padecimientos inherentes a la actividad laboral o la diversidad de sus manifestaciones. Lo que interesa al poeta es el trabajo como actividad productiva absoluta, en su autodinamismo y proyección objetiva. En este sentido, el trabajo –como substancia– comparte con la naturaleza una misma condición, aunque se conviertan en sujeto y objeto del proceso de reproducción: “Como los árboles, / teje ella misma sus vestidos, / y se los pone con la naturalidad del azahar, / como si los hiciera de su propia sustancia” (Barquero 1971: 28).

La verificación de una propiedad ontológica común entre el trabajo y la naturaleza, permite al poeta hallar un punto de anclaje para el proceso de ascesis del ser individual y su compenetración en el ser genérico. Como señala Ágnes Heller,

“en la prehistoria del hombre cada particular es un hombre de una clase, es decir, sólo en cuento expresa sus propias posibilidades, valores y tendencias de clase, solo a través de tales mediaciones es un representante del género humano. La primera condición es que la clase a la que se pertenece (…) sea una clase histórica” (1977: 67)

La objetivación del ser en la naturaleza por medio del trabajo, en la poesía de Barquero, se alcanza y se pierde en un proceso teleológico identificado con la ascesis de la clase histórica que encarna –como ninguna otra– este rasgo ontológico definitorio del ser social. Su historicidad como sujeto social proviene, a su vez, de la concreción de dos momentos dialécticos: en primer lugar, de su existencia como clase productiva –como “clase en-sí”, “materia de explotación” diría Trotsky–, agente de una actividad inmanente al metabolismo entre la sociedad y la naturaleza; y en segundo lugar, de su posible constitución en “clase para-sí”, es decir, en clase consciente de la significación genérica y el alcance histórico de su situación social (Heller 1977: 69-74). En el tránsito de una posición o momento al otro, vemos desfilar una serie de agentes o elementos mediadores que reúnen esta propiedad: por un lado, comparten una sustancia y fuerza vital común, el trabajo productivo; por otro lado, son agentes que, aunque en condición de extrañamiento, siguen motorizando el reverso de la alienación social, realizando dialécticamente –es decir, superando lo mismo que conservando– la objetivación del trabajo en la naturaleza; y, por último, son instancias de la trayectoria del ser social, desde el ser-ahí en el mundo como sujeto individual a partícipes del movimiento extensivo la clase histórica. Estos agentes mediadores son, pues, la Compañera, el Hijo, el Padre, etc. cuya significación en la poética de Barquero ha señalado ya hace tiempo por Federico Schopf (1971).

La “compañera”, reconstruida simbólicamente como agente de una actividad que la habilita portadora de una sustancia idéntica –identidad en la diferencia– con la naturaleza, se transforma así en un elemento de mediación en el proceso de retrocaptación de la alienación (como sugieren Binns 2008: 760 y Schopf 1988: 14-15). Por ello, la compañera es finalmente “una niña del pueblo / y se parece a su calle en un día de trabajo / con sus caderas grandes como las artesas o las cunas” (Barquero 1971: 28). Pero atención: los elementos materiales asociados a la actividad productiva que la define como agente de mediación en el proceso de ascesis al ser genérico, son nombrados aquí únicamente para resaltar la homología absoluta –es decir, finalmente metafísica y no dialéctica– entre mundo social y mundo natural. Ella se asemeja a las coseidad del mundo, pero no porque haya exteriorizado en ella una subjetividad; simplemente, tal coseidad es otro momento de su existencia. Con ello, esta revelación de la condición genérica, silencia un aspecto fundamental de la alienación del trabajo humano: el producto, en las formaciones capitalistas, sólo pertenece al trabajador durante la actividad laboral, pero bajo la forma objetiva y subjetivamente de capital, es decir, trabajo pretérito revitalizado en el proceso de valorización. Por eso, el trabajo no es aquí práctica social de objetivación, necesaria para ampliar y extender el campo de su humanidad, sino sólo proyección de naturaleza objetiva: “así es, y es más dulce todavía, / como agregar más pan a su estatura, / más carbón a sus ojos ardientes, / más uva a su ruidosa alegría” (Barquero 1971: 28).

Esta objetividad naturalizada –desprendida de rasgos sociales, vaciada de historicidad– donde ser social y ser natural se reúnen por fin, constituye el territorio donde se ubica la utopía poética de Barquero. “Enjambradores”, de la obra Enjambres publicada en 1959, más que una modulación del horizonte lárico, nos abre una perspectiva estática del devenir del sujeto colectivo en el mundo, que es otra de las formas en que se dibuja esta utopía. Como señala Federico Schopf, para Barquero

“la tierra no es simplemente el lugar geográfico de la vida auténtica: es el ámbito cuya presencia posibilita la plenitud real de la vida y cuya pérdida de vista, cuyo olvido –en la ciudad o en el campo, es decir, en un momento determinado de la historia– conduce la vida a una deformación estéril y monstruosa, a un cambio decisivo de las relaciones consigo mismo, la naturaleza y el prójimo, en suma, a una enajenación de su esencia” (1971: 9-10).

Sin embargo, de lo anterior no se desprende que la “presencia de la tierra” conduzca a una retrocaptación de la plenitud de la vida y su alegre voluptuosidad. Es, más bien, un lugar cuyo olvido conduce a la emergencia de la sociedad y cuyo recuerdo nos retrotrae a la mitología de los orígenes gregarios del hombre: “Arrimados se quedaron a la tierra, / sin voz, sin rostro, sin rodillas: / labradores de una extraña especie”. Estos versos, con los que se inicia el retorno del hablante a un mundo que poco a poco se revelará estático y trascendental, ubicado más acá de la historia, muestran una visión a tal punto naturalista que sugieren una imagen del ser humano como animal de trabajo. Aquí, la búsqueda por la sustancia genérica se transforma, con el vaciamiento de las relaciones sociales, en una incursión antropológica hacia el grado cero de la historia.

Por otro lado, la tierra se presenta como el campo vital de una especie inidentificable, que aún no se distingue de la materia, que aún no se humaniza. Sus “rostros inexpresivos como águilas, / colmenares visitados a deshora, / orejas acechantes de zapallo, / manos de miel petrificada” transmiten la superficie de estos cuerpos-naturaleza, signos absolutos de su estatura animal. Esta condición les impide, por el efecto neutralizador de la “madre”, por la restricción absoluta que les impone la tierra, elevarse a una existencia histórica: “con algo de calabazos taciturnos / se quedaron esperando como hongos, / yo no sé qué desgracia aterradora, / o no sé qué lenta primavera”. La experiencia de la temporalidad que se quiere histórica, por tanto, oscila entre cataclismos y mitos, entre lamentos y cantos; no hay profundidad temporal perceptible. Por lo mismo, el ser social –y aquí es siempre ser genérico– no experimenta una trayectoria vital individualizada; el tiempo –y no la historia– es su elemento: “Y murieron, y volvieron a nacer, / sin conmover la espera de sus rostros / ni retirar las manos de la tierra”. En una suspensión histórica, sin rostros, sin retirarse de la tierra, la especie yace petrificada en el trabajo. Hay algo atmosférico, fantasmagórico, en este poema, que obstaculiza toda acumulación ampliada, todo salto cualitativo de la especie: “Y la muerte fue entonces para ellos / como un río, y no como la muerte / Como un río que les iba entreabriendo / nuevos hijos y extensiones sin sembrar”. El tiempo tan sólo extiende el ámbito productivo de la tierra “madre”, dejando un cuadro desolador del sin-tiempo de la historia, del bloqueo plasmático de la materia sobre el hombre. La laboriosidad del animal, que lo hace emerger como “hongo” del espacio-tiempo, al mismo tiempo lo condena a la tierra, cerrando en este movimiento las perspectivas de su redención a una permanencia estática en el ejercicio del trabajo. La tierra, como la verdadera sustancia; el trabajo, como una epifanía de la especie que, sin embargo, lo suspende, lo “arrima” a una existencia estática.

Federico Schopf se preguntaba, en su artículo de 1971, si la poesía de Barquero encarnaba una poética ideológica. Evidentemente, como sugiere él mismo, la condición del arte, la particularidad de la forma estética, consiste en un distanciamiento crítico respecto a la ideología como universo discursivo que, oscureciendo frente a sus agentes el carácter histórico transitorio y social de sus relaciones de producción, contribuye a la reproducción ampliada de las formaciones sociales. Pero no hace falta caer en el yerro de la poética–documento, para rastrear sus presupuestos y horizontes ideológicos. Y a este respecto, la poesía de Barquero posee una singularidad memorable. Al relegar la superación de la condición escindida del ser social a la identificación del ser social y la naturaleza en una unidad sustancialmente productiva, afirma una variante apologética de aquello que se pretende superar. En la poética de Barquero está ausente todo rasgo de especificación histórica: el hombre individual se enfrenta a la naturaleza solamente en el terreno –y bajo los límites– de su actividad productiva; del trabajo no importan, como tampoco los productos ni las relaciones que lo hacen posible y lo sitúan históricamente, sino que sólo vale como fuerza vital orgánica puesta en movimiento; el ser social sólo trasciende como objetivación mediada de la propia naturaleza, etc. Barquero propone, en definitiva, una utopía poética de redención estática: el sujeto retrocapta su condición genérica en una actividad vaciada de todo contenido histórico, pero que lo sitúa en una relación privilegiada con la materialidad del mundo. De igual modo, se trata de una redención sin humanidad: la tierra no es ámbito donde el ser social exterioriza y construye sus presupuestos ontológicos. Ese terreno –histórico– en que el ser-en-el-trabajo deviene ser-en-sociedad, es finalmente un lugar imposible. La imagen del ser social como vástago de la totalidad-materia, renuncia a las energías revolucionarias del trabajo como protoforma de la praxis social y, al mismo tiempo, silencia sus sufrimientos.

 

San Miguel, julio de 2016